Boca y Pluma

Cuentos Psicóticos (1)

2012-09 08

Para el silencio era un agujero negro. Los pasos almohadillados de sus millones de pies. Los mordiscos en milésimas de milímetro de su millón de mandíbulas. La silenciosa y eficaz visión clavada en un objetivo por millones de ojos hacía del conjunto el arma letal más perfecta jamás diseñada.

 

Era un continuo ras- ras cada noche inaudible por su constancia y apagado solo cuando el sol decidía alumbrar. Era como el nacimiento de una nueva muerte. Un grito hacia adentro. Un banquete de larvas devorándose a sí mismas.

 

Dicen que el olor es invisible, como los olvidos. Dicen también que es intangible como el miedo. Pero tan sólido y pestilente como un muro de carne humana en descomposición.

 

Es el ruido de la errante penumbra excavando las tinieblas hasta el invisible horizonte, negro hasta el jamás más lejano, lo que inserta el escozor en los párpados cansados. Necesitados de sueño.

 

La noche diluida como brea se deslizaba sorda hasta sus manos y le hacían temblar a un ritmo cada vez más abrasivo.

 

La primera sensación de pánico se posó en su cabello y a manotazos logró deshacerse de ella. La segunda en su oreja izquierda también fue capaz de sacudirla. La tercera… la cuarta… un montón de pequeños picotazos comenzaron a horadar la piel de su cara. Como una nota monótona repetida y repetida y repetida. Creeak… creeak… pequeños desgarros solo molestos, individuales. Pero en conjunto dolorosos. Torturadores.

 

Ya en el interior de los orificios de su rostro. Pequeñas úlceras en las fosas nasales, en los oídos, en la comisura de los labios, entre los dientes. El horror buscaba los huecos ínfimos donde anidar. La lengua, el paladar. Creeaak… creeeaak… en los lacrimales, en el interior de los párpados, en las raíces de cada pelo, entre los dedos y las uñas, en cada arruga de la frente. Todos los rincones de su cara eran también buen lugar para el pánico en hemorragia.

 

Echó a andar hacia delante y estuvo a punto de caer. Cada músculo se hacía humo y cada manotazo arrojaba nuevas laceraciones a todo su cuerpo. Creeeaaak… creeeaaaak… ya en las ingles, en los sobacos, en la ranura del pene, en el ano, las piernas, los pies.

 

¿Fue más doloroso el estallido de los ojos que el primer pinchazo en los riñones? El desgarro de las venas, las arterias quebradas como una rama seca.

 

Orina y heces. El miedo si que huele. Y eso es lo que encontró la señora Grandkill cuando entró a limpiar aquella habitación del segundo piso cuyo techo daba a una buhardilla. La buhardilla del insomnio que de nuevo estaba vacía.


(*) relato y dibujo por Enrique Villarreal Armendáriz

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